julio 28, 2010

EEUU, un mal ejemplo de generación de basura


Era admirable y sorprendente, y al principio nos sentimos orgullosos. Ya no había que ir a la compra cargado de recipientes: la bolsa del pan, la lechera, la huevera, la botella de aceite, el casco del refresco o el del yogur, la botella para el vino, los cascos de la gaseosa o del sifón… Los envases iban y venían y como mucho se intercambiaban, y no había más envoltorios que los del papel necesario para cubrir la mercancía que no podía depositarse directamente en la bolsa de la compra, papel que, una vez en casa, se reutilizaba. Y si había perro, no se tiraban ni las sobras.

Ropa de diario y ropa de los domingos, y sólo cuando era necesario, ropa nueva empujaba el ciclo: la del domingo pasaba a diario y la de diario que estaba en mejores condiciones se daba y la otra era para trapos, para limpieza, para remiendos, para pañales.

Esa cultura, que no tiene porqué deberse sólo a la escasez, fue aplastada por la del despilfarro feroz. El consumo desmedido como motor único de la economía.

Cuando ahora compras galletas, el dependiente del ultramarinos ya no te hace un cucurucho de papel con las que vas a comer en los próximos días. Ahora cada dos o tres galletas forman un paquete envuelto en plástico -de difícil reciclaje-, y unas cuantos de esos paquetes conforman otra unidad con su correspondiente envoltorio plástico -de difícil reciclaje- que se presentan en una caja de cartón impresa a varias tintas – pocas veces producto de reciclaje y menos en el camino de serlo-, y si el gran supermercado está necesitado de renovar existencias, reunirá dos o tres cajas de esas en un nuevo paquete plástico haciéndonos irresistibles ofertas para su adquisición. Y si esto ocurre, guardamos las cajas en bolsas de plástico -de costoso reciclaje- para llevarlas hasta el coche y de ahí a casa… Todo ello sin tener en cuenta los otros embalajes -de costoso reciclaje- que han sido necesarios desde su producción hasta el estante del comercio.

Toda esa “comodidad” tiene un coste. Tiene un coste energético y un coste ecológico. Tiene un coste de agravio social y de injusticia global. Tiene un coste de mala educación que difícilmente se superará con varios cursos de Educación para la ciudadanía, y menos si los que deban promoverlo -políticos, maestros y familiares- no están ellos mismos convencidos porque ahora, además, cautivos del mercado laboral, muchas familias viven de la fabricación de esos envoltorios, y de su distribución, y de su reciclaje.

Los señores feudales daban (arrojaban) sus restos de comida a los afortunados mendigos que admitían en sus banquetes. Ahora tiramos muchas más cosas además de comida y lo hacemos de forma más sutil. Alejamos a nuestros mendigos hasta los vertederos a las afueras de las ciudades o permitimos que una empresa comercialice nuestros residuos aprovechables.

La RAE define despilfarro como “gasto excesivo y superfluo”. Los restos que hoy tiramos a la basura están llenos de carne – si no, no existirían empresas de reciclaje- y eso, evidentemente, es superfluo.

Desde luego, reciclar es muy importante, pero ¿no será mejor reducir la huella ecológica produciendo menos basura? Esta crisis bien puede devolvernos la perspectiva.

Fotos y datos: Good

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